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Y vamos a seguir…
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Conocí una mina el otro día, ¿te dije?
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No, a ver. Cuéntame.
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¿Qué querí que te cuente?
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Cómo es, cómo se llama, qué hace, dónde vive.
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Eeeh, es linda, es graciosa.
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Qué más.
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Eso… es divertida. Dale. La pelota.
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¿Qué pelota?
Me he dado cuenta que en los
últimos años de mi vida, los días se han encargado de correr como conejos. Se
escapan raudos y no hay foco que los detenga. Mis tardes están manchadas por
siestas y las madrugadas, bueno, no son más que compilaciones de horas perdidas.
Las ocasiones en las que me digno a salir a la calle y caminar, ya sea solo o
acompañado, son pequeños oasis de conciencia. El mundo se ve más nítido cuando
ves las cosas difuminándose frente a ti, corriendo en contra tuyo.
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El otro día me junté con un amigo. El Juanjo. Lo llamé de medianoche porque
estaba angurri y le pregunté si estaba haciendo algo, más bien si estaba
haciendo nada.
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¿Fumaron?
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Sí. Fumamos en el Parque Balmaceda y salimos a caminar por las calles chicas
cerca del metro Salvador. Estuvimos
conversando. Me dijo que no creía que el mundo fuera a mejorar. Que ya estaba
todo tan suficientemente cagao’ que era virtualmente imposible que las cosas
cambiaran. Me hablaba tan rendido. Que las marchas por la educación y que no sé
qué… que no sirven de nada, que las cosas van a seguir así de mal porque hay personas
tan malas y con tanto poder sobre las instituciones imperantes, que el mundo va
a seguir como en caída libre y va a ser imposible frenarlo, porque es
imposible derrocar a los malos. No es posible desplomarlos.
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¿Tú pensai lo mismo?
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Le dije que no. Que yo pensaba que la gente sí estaba más consciente de las
cosas y que iba a pelear de vuelta, costara lo que costara. El otro día vi una
entrevista a Jodorowsky en la que decía que las personas somos como ollas a
presión, y aunque más bien se refería a nuestra naturaleza emocional, lo
extrapolé a este tópico. Estamos tan comprimidos, tan reprimidos, que es
inminente que bullamos. El agua ya se está calentando, hace tiempo. Y aunque
alcanzar ese hervor tome años, incluso siglos, va a ocurrir. Estamos a las
puertas de esa explosión, porque burbujas ya hay. El agua se está calentando,
yo te digo.
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Pero Jodorowsky es un charlatán.
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Da igual. El tipo sabe, me cae bien. Independiente de que le recomiende a la
gente ponerse bistecs en la ropa interior y pintarse de rojo las palmas para sanarse
siquiátricamente. Me gusta lo que dice, al menos es optimista.
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Bueno, ¿y?
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Entramos a esos condominios por Obispo Salas, que es donde vive. Y ahí nos
quedamos hablando. Habíamos comprado una chela. Le dije que, eventualmente, la
raza humana iba a alcanzar la armonía eterna e iba a vivir bajo una celestial
inteligencia colectiva, operando como el todo que somos. Porque todo es Dios y
nosotros somos parte de él. Somos como células dentro de su infinito cuerpo y
lo natural en todo sistema biológico es auto-remediarse. Vamos a curarnos.
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¿Eso le dijiste?
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No, ya estoy desvariando. Pero me hubiera gustado decirle.
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Suenas profundo, profundo como un cenote a cielo abierto.
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Todos somos un cenote.
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Mmm… es como una canción.
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“Todos somos un cenote”, el último
gran éxito de Marco Antonio Solís. O de Wendy Sulka, quizá.
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Me gusta, me gusta. ¿Hablándole así te joteaste a la mina?
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No, le empecé a contar un sueño que tuve el otro día. Que dice así.
“Me
encontraba en un baño, que para mí en el sueño era completamente familiar.
Éramos muchos los que estábamos ahí reunidos, como en la portada del Person Pitch, pero sin los gorritos.
Estaba mi abuelastra, tío-abuelos con los que no me llevo bien, grandes amigos
del colegio, todas mis parejas formales e informales, estaba incluso George
Harrison. Había ocurrido un golpe de estado y los milicos se agolpaban allanando
casas. En el sueño no se explicitaba si nosotros como grupo teníamos historial
en contra de aquel levantamiento, porque todos parecían distendidos, mas yo era
fruto del pánico. (He tenido varios sueños que involucran pronunciamientos
militares…). De pronto el silencio de nuestra casa fue perturbado. Soldados
fascistas habían derribado la puerta y comenzaban a registrar los dormitorios a
lo largo del pasillo de la casa. Nadie en el baño parecía perturbado, era como
si todo se tratase de zafia rutina. Cuando los militares ya forzaban la puerta
y todos permanecían aún inmóviles, tomé del brazo a una de mis ex-parejas y
forcé la ventana para que escapáramos. El exterior era como un barrio residencial
en Providencia o Las Condes, con inmaculadas casas blancas y resplandecientes
árboles frondosos, bañados por el exquisito sol de mañana. Corrimos y corrimos.
Se veían tropas detenidas en las calles, como esperando para derribar otra
puerta, allanar otra casa, tomar prisioneros otros resistentes. Tengo que
admitir sin embargo, que pese a lo brutal del contexto, se respiraba una
extraña calma en el ambiente. Parecía una tranquila mañana de domingo (de esas
sin sábados jóvenes y alocados).
“Cuando
ya habíamos avanzado varias cuadras y no se divisaban tropas en rededor, un
sujeto vestido a rayas rojas y blancas, de anteojos y gorro en los mismos tonos,
aparece caminando en la vereda de frente. “Wally”, pensé. Pocos metros más allá,
en una esquina, logré distinguir más como él a lo lejos, como una muchedumbre
de wallys enardecidos haciendo el frente revolucionario. “Así que aquí es donde
todos ellos se escondían”, me dije. Mi ex-amor seguía corriendo, poco más
adelante que yo.
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En eso me di cuenta que estaba soñando, pero no desperté. El resto del sueño gira en torno a cuestiones sexuales que no quiero contar ahora.
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¿Y estuvo rico?
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Desperté con los calzoncillos mojados.
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¿Y la mina?
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Me la comí, pero no me acuerdo su nombre. Creo que se llamaba igual que la ex
del sueño. O quizá estoy desvariando.
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